martes, octubre 03, 2006

Semana de Letras... EL SHOW


El Show (ad memoriam CEL 2005)
En general estas cosas no pasan en pueblos chicos. Cuando la gente supo que venía la señora soprano quedó el manso despelote y todas las viejas cuicas corrían a la peluquería, a depilarse y a intercambiar ropa con sus amigas. Los huasos empezaron a matar novillos como locos de la cabeza “pa’ la celebración de despuéh” decían. Además todos comentaban que “la señora soprano era re guena pa’l diente” así que no había que escatimar en gastos. Nosotros y mis amigos tuvimos que arreglar todo el auditorio que en verdad era un galpón de tablones mohosos que ya se caía a pedazos. Evidentemente la señora soprano no podía presentarse en un escenario tan ordinario, nos argumentaba nuestro profesor de música. Era un viejo bajito y paliducho que había enseñado por años las mismas cosas, a unos alumnos de escuela rural que ni lo pescaban. Por eso cuando al alcalde se le notificó la venida de la señora soprano inmediatamente mando a llamar al que, en teoría, tenía más conocimientos musicales del pueblo: el profe. Así que ahora, como estaba encargado de toda la recepción y estadía de la señora soprano andaba todo cocoroco por las calles, vestido con ropas más raras que nunca, con una varilla en la mano con la que nos manduqueaba, y colorado como tomate de la alegría por su nombramiento de “delegado cultural”.
De todos modos era divertido. Podíamos faltar a clases y escuchar el profe tocar el clarinete que tanto le gustaba. Mientras tanto nosotros reemplazábamos los tablones viejos, armábamos las galerías y colocábamos “el mantel” o sea, el tremendo telón con cuadritos y buelos blancos que Doña Carlota había preparado para la ocasión. Ahí el viejo nos contaba sus historias (que no eran muchas). Una vez había ido al teatro municipal a ver un concierto donde tocaban Verdi. “¿Le tocaban al verde profe?” preguntábamos y se enojaba tanto que una vez hasta nos tiró el clarinete por la cabeza y le dejó un cototo al Felipe, que su mamá le fue a gritonear al profe a la puerta de la casa despertando toda la cuadra.
Para el día en que la señora soprano tenía que llegar todo estaban histéricos. Mi mamá me colocó unos pantalones negros que me apretujaban las piernas y me quedaban cortos, junto con una corbata roja que parecía andar espantando lagartijas. Al Nico la mamá le compró unos zapatos con punta y con un taco tan divertido que le pusimos “Sir Nico”. Parecíamos de otro tiempo... y hasta pensé en la posibilidad de que la señora soprano se subiera al escenario y se pusiera a reír de nuestros disfraces, pero el profe decía que la elegancia era trascendental para estas cosas. Yo creía que lo decía para justificar su propia extravagancia.
Cuando llegamos en la noche, el escenario estaba cubierto de flores blancas que el grupo folklórico había dejado de adorno y la gente se empujaba entre sí para estar más cerca del espectáculo. El profe nos había dejado cuidando la entrada al escenario, como guardias de seguridad. Por los patios que rodeaban al galpón las mujeres cocinaban en sus gigantescas ollas, más pulidas que nunca, todos esos menjunjes que a la gente de ciudad hacen alucinar, produciendo una humareda que podía distinguirse a kilómetros de distancia. Los huasos llegaban en sus caballos pasados a vino barato. “Es que en el campo las celebraciones siempre empiezan antes”, le explicaba el señor alcalde al “manager” de la señora soprano, mientras le ofrecía un navegado.
Se produjo un silencio majestuoso cuando el profe se paró en el escenario y todas las luces se enfocaron en él. Comenzó a presentar a la famosa soprano venida de la capital mientras todos se acomodaban en sus asientos. En el instante en que la señora soprano subió al escenario no faltó el huaso, curado como tagua, que dijo que “la señora estaba buena pa’ la cazuela” produciendo la risa general y el reproche de los que estaban más adelante, pero en el momento en que su voz estruendosa llenó hasta los maizales más lejanos, cada uno de los presentes abrió los ojos como ante un milagro.
Su canto hacía que los perros lloraran y los caballos se arrancaran de sus corrales, pero para el momento en que la frágil estructura que habíamos construido comenzó a despedazarse nadie se movió de su asiento. Al alcalde le calló un foco en la cabeza y la sangre le seguía corriendo por el rostro cuando se puso de pié para aplaudir. Todos estaban hipnotizados por el canto de la señora soprano mientras las tejas se caían y los pilares se desmoronaban. ¡Pero qué canto más bello! De cada nota parecían salir mil rosas y ella se movía por el escenario tal como una cuncuna, arrastrando su largo vestido verde, levantando los brazos, encandilando con su blanco rostro cubierto por el maquillaje.
Cuando comenzó la comilona que precedería el baile, el profe alababa a la señora soprano, mientras una enfermera le vendaba el brazo que se había esguinzado durante el espectáculo. El alcalde se excusaba en el teléfono de estar en el hospital por culpa de ese maldito foco que le había dejado un “tec”, y aunque nadie sabía que era eso, la señora soprano comprendió perfectamente y todos se dieron por entendidos.
Lo único malo del día fue que a mí, al Nico y el Felipe nos dejaron limpiando los escombros, porque “no era educado dejar toda esa cochinada con visitas tan ilustres” decía el profe, así que nos quedamos sin choripan, ni coca cola. Terminamos juntando en un rincón los tablones resquebrajados, mientras por los pasillos corrían los paramédicos llevando a los heridos. Durante los meses siguientes todos comentaron el éxito del espectáculo.

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