lunes, marzo 05, 2007

La violencia psicológica, huellas de pasión y poder:

La violencia psicológica, huellas de pasión y poder:
El narrador infantil en “El papá de la Bernardita” de Mauricio Wacquez


“No escuchó el final de la frase. Los niños lo escuchan
todo. Al dejar de serlo, se va adquiriendo la capacidad de
oír sólo fragmentos, y a veces se puede ignorar una frase
entera, una vida entera, sin mayor esfuerzo”
El Laberinto. Cristina Peri Rossi


La figura de Mauricio Wacquez, nacido en la provincia de Colchagua en 1939, no es más que una sombra en los círculos literarios chilenos, lo cual es una pena, pues probablemente este escritor chileno- francés haya sido uno de los mayores expositores de la narrativa nacional; así todo, pasó casi totalmente desapercibido. Este hecho también se fomentó por la radicación de Wacquez en Tural (Calecite) pero indudablemente este alejamiento de la crítica a su literatura, como argumenta D. Torres, se debería principalmente a “la modalidad narrativa y a la temática transgresora que presentan sus obras, sobretodo para un público chileno en general aún muy conservador, y no acostumbrado a lecturas de mayor participación, reflexión y elaboración por parte del receptor” (Torres, 5).
Por este mismo motivo, el adentrarnos en la narrativa de Wacquez no es algo fácil, aunque sí profundamente interesante, un desafío para la lectura pues nos encontramos frente a una “audacia erótica desusada en nuestras latitudes [...] y de una fuerza de lenguaje, un ritmo y una pasión verbal poco frecuentes en la novela castellana” (Edwards, 34). Y es que a pesar de elogios y calificaciones, la narrativa de Wacquez juega con nuestros mismos esquemas literarios, nos coloca en una posición de asombro y desconocimiento; como menciona Cedomil Goic al calificarlo como parte de la generación de 1972 que es “innovadora, polémica, que modifica la herencia para recrearla en otro estadio de la eterna metamorfosis [...] la precariedad de todo lo real” (Goic, 275-278). Por sobre todo Wacquez nos adentra en nuevo mundo, en donde “se pone en juego las nociones tradicionales de lectura y escritura apostando por un riesgo mayor: el pensamiento” (Santos, 119). Resumiendo, y para dar pie a este análisis, Dendle argumenta simplemente que “Wacquez es uno de los escritores más interesantes del idioma español del siglo XX” (88).
Desde esta perspectiva, “El papá de la Bernardita”, cuento perteneciente a la compilación de nombre Excesos, nos presenta en sus breves páginas un itinerario de la poética de este escritor, en la voz de su pequeña narradora. Es la niña, quien en la ruptura de su inocencia nos abre las puertas al mundo de Wacquez, siendo “absorbida” violentamente por el enmascaramiento de una verdad imposible de aceptar, práctica que Wacquez patenta en sus líneas como una de las estructuras de acción social- familiar más comunes en la cultura nacional, lo que Kemy Oyarzún llamará “la poética del desengaño”. La niña, al dar cabida a este gesto del engaño, hacer caer sobre ella una silenciosa violencia, que confusa y dolorosamente la introduce en las estructuras de poder. En este contexto, intentaremos comprender y esbozar el complejo y duro proceso de constitución del discurso infantil de una niña que a cada línea da a tumbos con la contradicción del decir y no decir, lo verdadero y lo falso, el deseo, el amor y el poder que lentamente la subyuga.
Es la pequeña narradora la que nos da a conocer, en primer término, la constitución del relato de Wacquez, que cómo explica Martínez Bonati, presenta al igual que sus contemporáneos del siglo XX, una desintegración de la unidad de experiencia, una pérdida del denominado “marco de inteligibilidad”, en que invalidará toda certeza de la razón explicativa para abandonarse a lo que es la experiencia del instante, lo inmediato, lo subjetivo:

Aunque parezca mentira, desde que murió mi papá, la mami y yo nos sentimos mucho mejor cuando el Nacho está en la casa. Si la mami prefiere que vaya a Pirque [el Nacho] es porque piensa en su futuro, yo no me meto, pero parece[1] que los papás de la Bernardita son ricos (Wacquez, 37)

Walter Benjamin nos habla del “novelista segregado”, pero lo más interesante de comprender es la falta de estabilidad y certeza, “un narrador que no es portador de un saber objetivo ni generalizado, sino portador de una mirada siempre en riego de caer(se) [pero que a la vez está] acercando el relato al receptor: ya no seremos espectadores sino testigos implicados (Torres, 10), y que mejor voz para eso que la de un niño, quien creemos no escucha, no entiende nada, pero quien tal vez sería el más sagaz al momento de contar una historia:
La mami se le acercó y le tomó la cabeza y lo besó le dijo ya señora, déjeme almorzar. No entiendo la manera brusca de los hombres. La mami tan cariñosa con él y él casi la bota. Yo los miraba callada. (Wacquez, 35)

La narración parece dilatarse más allá de sus hojas en una escritura “traslúcida”, cuya transparencia se encuentra opacada, dejando siempre entrever y adivinar algo, pero cuya evidencia siempre queda velada por múltiples posibilidades interpretativas de gran nivel simbólico. Son revelaciones sencillas, rayando en la obviedad, y simultáneamente, una opacidad mágica que no hace dudar sobre la claridad del contenido:

Fuimos a misa los cuatro, y yo, la mami, y la Pancha comulgamos. El Nacho no. Hace tiempo que no comulga ni se confiesa, desde que se salió del colegio y tuvieron que ponerlo en el Lastarria. (Wacquez, 43)

Estamos frente a una escritura nostálgica, que muestra escondiendo y esconde mostrando, vuelve las palabras como “siluetas” que sólo pueden adivinarse, atisbarse, pero nunca conocerse plenamente; escritura simultáneamente opaca y transparente, que como dice Skármeta “consigue nebulizar y al mismo tiempo sugerir”.

Y es en esta nebulosa donde la pequeña narradora nos adentra en las estructuras de poder que lentamente comienzan a absorberla. Este poder “orgánico” es una parte esencial de la poética de Wacquez, “el poder se sumerge y se filtra en todas las relaciones humanas [...] el poder se encuentra bajo las profundidades del ser humano, transformándose en ‘el modo de ser lo vivo’” (Torres, 60). De la misma forma es Foucault quien nos muestra un poder omnipresente, ya no sólo con un objetivo puramente político e institucional, sino que un poder que no deja espacios libres y marca de manera constante las relaciones humanas, “el poder forzosamente tiene una visión total o global [...] no sabemos quién lo tiene exactamente, pero sabemos quien no lo tiene” (Foucault, 9-15), en este caso, nuestra narradora, es desposeída e incapaz de sentirse resguardada por el poder, sino por el contrario sintiéndose atacada:

Siempre que le pido algo me dice que no, No sé por qué es así, como si tuviera envidia de que las cosas no se le ocurran a él [...] Así es que me quedé callada, por último podía invitar a la mami si él no quería ir [...] Todo porque es hombre cree que tiene que hacer lo mismo que hacía mi papá (Wacquez, 40)

Parece imposible que el poder se inserte en la vida de la niña en una forma no quiebre, fracture su constitución de sujeto, y es que dando ese paso hacia el poder, parece ser que la narradora se “rearma” para subyugarse a aquella “fuerza devastadora, que trae en el ser humano la experiencia del dolor y la humillación” (Torres, 81):
Lo único que nos exigió al Nacho y a mí fue que la acompañáramos a misa porque ese domingo se cumplían ocho meses desde que mi papá se murió. Por suerte no se dio cuenta que yo no me había acordado, qué terrible olvidarme de todos los meses. Al principio no podía sacarme de la cabeza la cara de mi papi muerto, envuelto en la sábana de la clínica porque la mami no quiso vestirlo, sin afeitarse, espantoso, le dije a la mami que todo el mundo se fijaría (Wacquez, 42)
El poder socava la mente infantil hasta despojarla de lo que esencialmente la constituye, la inocencia. Se violenta contra ella obligándola a adaptarse a la mentira, al enmascaramiento, el olvido de la verdad; la empujan a engañarse. Es en este instante que la narradora comienza a configurar un discurso con el cual pueda escapar de su propia verdad, de su propios deseos y miedos; es el juego del erotismo y la mentira lo que lapida el acto violentivo del poder sobre la niña, como explica Kemy Oyarzún:

La sospecha de que el deseo (estructura consciente e inconsciente) podría constituir un eje del proceso de la internalización de los modos, mecanismos, dispositivos y articulaciones del poder […] el deseo como cuerpo presente e intersectado directamente por las fuerzas hegemónicas en pugna en cada período histórico determinado (10)

Y en este momento corroboramos que para Wacquez “Las pasiones pertenecen al mundo de la oscuridad” (Dendle, 95), y aunque el amor es “obsesivo [...] doloroso [...] y complejo” (ide), es visto por el autor como “aquello que permite trascender la perversidad del poder y trascender el egoísmo del autocentramiento en el ser, en el entregarse al otro, en el ser para el otro” (Torres, 80), lo que probablemente salva a la niña de no ser destruida:

No estoy enamorada, la Leonor me dijo que sí cuando se lo conté, pero es un secreto a pesar de saber que nunca voy a pololear con él [...] me fijé que él tenía el pelo igual al Nacho en la parte de atrás, y cuando me besó se me cayó un brazo por el lado de la lancha y sentí la espuma del rompeolas. Digo que Marcos es lo más raro que he conocido porque una sola vez me preguntó si quería pololear con él, cuando no quise besarlo (Wacquez, 44-46)

Nos enfrentamos en este relato, no sólo a la máscara, sino también a la negación de la máscara, como explicaría Oyarzún, haciendo explícito el contenido negado “no estoy enamorada”, y junto con esto, al esconder la verdad al nivel de la palabra, como un metalenguaje, que como explica Sarduy sobre el relato neobarroco “en su derroche al servicio de la represión, es la verdad de todo lenguaje [...] el deseo que no puede alcanzar su objeto, deseo para el cual el logos no ha organizado más que una pantalla que esconde la carencia” (Sarduy, 1237 y 1252), que en este caso es la del padre ausente, el cual a su vez se intenta remplazar por la figura del hermano, con una clara connotación incestuosa, como explica Skármeta “en la tensión del incesto la dependencia entre los personajes los hace más cerrados, doblemente cómplices, tanto por la forma de su amor, como por incurrir en el tabú, en la secreta complicidad de lo clandestino” (Skármeta, 1). Es este sentimiento, el amor, la nostalgia, lo que mantendrá vivo el relato, y a la narradora, quien no desaparece frente al poder, sino que a pesar del miedo y el dolor, busca una salida, una salida a través del lenguaje, que llamaremos en este contexto como travestización, entendiendo por esto el recurso retórico mediante el cual la historia social y familiar se presentará enmascarada, maquillada, cercenada y modificada, con el fin de omitir aquellos contenidos que no han sido aceptados como parte de la realidad, y por lo tanto son sacados, tapados dentro del discurso. Un buen ejemplo es la forma en que la pequeña narradora reviste a la madre de un lenguaje que nos permita visualizarla como tierna y protectora: la mami, lo cual choca inexorablemente con la realidad del descuido a sus hijos luego de la muerte del padre:

La mami prefiere quedarse en la casa arreglando el jardín, se lo lleva plantando y cambiando las matas de un lado para el otro. Se pone unos bluejeans viejos del Nacho y un pañuelo en la cabeza y no habla durante horas. Es ahí que le presta la citroneta (Wacquez 35)

Desde que murió mi papá, la mami no aguanta los domingos en Santiago, en la semana es distinto, se acuesta temprano y lee la Confidencia [...] El Quisco es feo, a nadie le gusta. A mí sí. Desde que nací no he ido a otra playa. Pero nunca he venido más que en estos meses desde que se murió mi papá [...] En el invierno es triste, yo sólo vengo porque mi mamá quiere y no puedo quedarme sola en Santiago, ella no me dejaría. (Wacquez, 34 y 41)

La constitución verbal de la madre vacila entre el constante alejamiento, que se manifiesta en el artículo definido “la” (puede ser la “mami” de cualquiera), y luego el pronombre posesivo “mi”, porque en ese momento es su madre, la que ejerce autoridad, la que existe porque no la deja quedarse sola en Santiago, mientras que el padre en su ausencia es rescatado bajo este mismo recurso, el posesivo “mi”.
Esta relación travesti- máscara- discurso, puede entenderse en términos de lo expuesto por Nelly Richard como “la hiperalegorización de la identidad como máscara que realiza el travesti pintado [...] del posar lo que no se es” (Richard, 68). De esta forma, la travestización del discurso se manifiesta como otra vía (alternativa), mediante la cual, como explicará Foucault[2] en su texto Los Anormales, la sociedad intentará delimitar y detener el avance de aquellos elementos y acontecimientos que se presenten pertubadores. Mas la legalidad, al verse imposibilitada desde sus límites estamentarios a poner el “orden necesario”, empuja a la sociedad a ejercer la violencia sobre estos focos problemáticos. Pero en este caso se evidencia una forma de violencia mucho más común de lo que normalmente se percibe, y quizás una de las más complejas y dolorosas en su constitución: el silencio, y por su consecución la mentira, el cual descoloca a la niña, quien sabiéndose sesgada oscila entre la tristeza y el reproche. Un ejemplo de la violencia psicológica ejercida sobre la narradora es la actitud de su hermano Nacho, quien desvalida contantemente su discurso:

Me pareció que tenía que hacer todas las cosas en silencio como si hubiera alguien enfermo. ¡Qué tonta soy!, me quedé paralizada mirando la escalera sin saber que decir (Wacquez, 37)

Pero esta batalla contra el poder, que es el engaño, la máscara, argumentaremos en este caso que es usado por la pequeña como una forma de no subyugarse a las estructuras de poder, de sobrevivir a la violencia del poder, haciendo para sí a la mentira, para mentirle al poder, es entonces cuando “el lenguaje se convierte en un instrumento de salvación” (Cuello, 6). Sergio Holas es quien comprende este problema de la recuperación del objeto amado a nivel escritural (en este caso el padre) en donde el texto se convierte en un espacio de encuentro que haga posible superar el fragmentarismo de la existencia, pues “es en el exceso y por el exceso cómo y dónde podemos coexistir: los espacios y seres perdidos son recuperados por la escritura, que instaura una nueva temporalidad donde la existencia se prolonga” (Holas, 13). Así tanto para la narradora como para Wacquez el relato se transforma en un espacio de resguardo, un espacio donde es posible articular y desarticular constantemente el mundo para su beneficio, para no caer fragmentados ante la violencia del poder; aunque R. Cánovas acierte en catalogar las voces que Wacquez plasma como las de “huérfanos marginales que reflexionan sobre el poder” (Cuello, 6), al mismo tiempo estos narradores voltean el paradigma del discurso enmascarado que instituye la sociedad chilena para hacerlo suyo, con el objetivo, ya no de esconder sino de protegerse frente al poder y su violencia avasalladora.
Concluyendo, es “el problema de la identidad [que] reaparece a través de toda la obra” (Santos, 121), el que nos permite evocar la fragilidad del niño, y de las tácticas que inevitablemente debe configurar para su crecimiento y su adaptación a las formas de poder que se cuelan por todos los rincones. Por esto la historia nunca debe dejar de contarse, pero no se cuenta realmente, es primero un relato para quien lo escribe más que para quien lo lee, es una historia de mentira, lo que se ha creado para enmascarar lo verdadero, lo cual nos proporcionará las pistas para comprender “la historia bajo la historia”, un gigantesco metarelato mediante el cual podemos, a veces dificultosamente, vislumbrar aquellos secretos que la vida de la sociedad familiar chilena nos esconde, tal vez el goce ficcional que adornará el mito nacional.
La conmovedora narrativa de Wacquez no sólo reside en su temática en la configuración sus narradores, mezcla de astucia e inocencia, lo cuales sobreviven mediante sus historias, y a la vez, enmascarando, desenmascaran la cruda realidad del ser niño, del ser simplemente:

Me da lata contar lo que pasó después [...] le conté todas las cosas al revés [...] Ahora me arrepiento de no haberle contado estas cosas a las Leonor, si pudiera contárselo de nuevo, le diría la verdad, que idiota fui” (Wacquez, 46)

Bibliografía

1- Cuello Mena, Mª Soledad. Paréntesis: propuesta de lectura para una novela de Mauricio Wacquez. Tesis para obtener el grado de Licenciado en Literatura. Profesor patrocinante: Federico Schopf. Santiago: U. de Chile, 2002.
2- Dendle, Brian. “La última novela de Mauricio Wacquez: Epifanía de una sombra”. Revista Chilena de Literatura, Nº 60. Santiago: 2002.
3- Edwards, Jorge. “Camino del Exceso”. El Mercurio. Saantiago, 30 de agosto de 1981.
4- Foucault, Michel. Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. Madrid: Alianza, 1994.
5- Goic, Cedomil. Historia de la novela hispanoamericana. Valparaíso: Univeristarias, 1972.
6- Holas, Sergio. “El encuentro en Excesos de Mauricio Wacquez”. Signos, Volumen XVII, Nº 22.
7- Oyarzún, Kemy. Poética del desengaño. Deseo, Poder, Escritura. Santiago: LAR, 1989.
8- Santos, Danilo. “Aproximación a una novela de Mauricio Wacquez, Frente a un hombre armado; una indagación del lenguaje en torno a la muerte y el erotismo”. Revista chilena de literatura, Nº 41, 1992.
9- Skármeta, Antonio. “Excesos, de Mauricio Wacquez”. Revista chilena de literatura, Nº 5-6, 1972.
10- Torres, Daniela. Frente a un hombre armado (cacerías de 1948) de Mauricio Wacquez: el poder de las relaciones humanas, narrador y sujetos erosionados. Tesis para obtener el grado de Licenciado en Literatura. Profesor Guía: Federico Schopf. Santiago: U. de Chile, 2000
[1] Esta y las negritas posteriores son mías.
[2] Reutilizo e incluyo la travestización a la teoría de Foucault.

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